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La ciencia, bajo los imperativos del capital

La ciencia desde el Macuiltépetl

Manuel Martínez Morales


A mediados del siglo diecinueve, John Stuart Mill se preguntaba, en su obra Principios de Economía Política, si los inventos mecánicos –la ciencia y sus derivados tecnológicos, diríamos ahora- han aligerado el trabajo humano y si han contribuido al bienestar general y la felicidad de los seres humanos. La respuesta la dio Carlos Marx unos años más tarde: la ciencia y la tecnología derivada de aquélla son medios particulares para incrementar la tasa de ganancia; su objetivo no es precisamente aligerar el trabajo humano, sino exprimir de éste la mayor plusvalía posible, aún al costo de liquidar el bienestar y la felicidad de la clase trabajadora.


Marx decía que había que distinguir entre la maquina en sí, y la máquina inserta en las relaciones de producción capitalista. La máquina en sí, según el autor de El Capital, tenía el potencial de aumentar la productividad del trabajo humano y, en cuanto tal, podía aligerar el trabajo: se puede producir más con menos tiempo de trabajo. Pero en cuanto esa maquinaria se emplea como elemento para incrementar la tasa de ganancia, lejos de aligerar el trabajo, lo vuelve más pesado y prevalece sobre éste: el trabajo muerto –el capital, la maquinaria- se impone al trabajo vivo, es decir, al trabajador. De donde brota la enajenación –la separación del trabajador del producto de su trabajo y la fragmentación de su conciencia- que se extiende a la sociedad entera.


Dado que la enajenación, en tanto que falsa conciencia, oculta la realidad con el velo de la ideología, el sistema siempre intenta darnos gato por liebre y, generalmente, lo logra. Así, se afirman necedades –falsedades más bien- como que la biotecnología puede ayudar a reducir en 50 por ciento la hambruna en el mundo, según la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Hay que advertir, como primer velo de ocultamiento, que la FAO –subrepticiamente- identifica biotecnología con los cultivos transgénicos. Es conocido, entre especialistas y agricultores, que con técnicas agrícolas de hace 40 o 50 años sería posible acabar con el hambre en el mundo, siempre y cuando la agricultura se orientara a la producción de alimentos con tal fin y no estuviera determinada por los intereses del capital. En palabras simples: el problema del hambre en el mundo no es un problema tecnológico, sino que resulta de la persistencia de relaciones injustas –que producen desigualdades- entre los hombres.


Dice el economista Alejandro Nadal: “Los cultivos transgénicos son un instrumento del capital para transformar su proceso de producción. Su objetivo no es combatir el hambre, ni terminar con la pobreza. Tienen otra finalidad: imponer la racionalidad del capital y transformar el campo en espacio de rentabilidad. Son el último eslabón de una larga cadena de esfuerzos por dominar un ámbito que le ha resistido tenazmente….


No importa que algún mentecato o un funcionario prevaricador afirme que los cultivos transgénicos son la respuesta al hambre, porque en realidad no están diseñados para aumentar los rendimientos de manera significativa. Por ejemplo, muchos estudios concluyen que los rendimientos de los cultivos transgénicos han permanecido estables o incluso han sido inferiores a los de cultivos tradicionales. Otros indican que en algunos casos pueden aumentar, pero se trata de incrementos marginales, nada comparable a los aumentos en rendimientos que produjo la revolución verde.


Si los cultivos transgénicos son el mejor ejemplo de una trayectoria tecnológica fallida, ¿por qué se interesa el capital en ellos para acometer con nuevos bríos esta lucha por dominar el campo? Porque las empresas trasnacionales no han recuperado las inversiones que hicieron en su apuesta con esta tecnología fracasada y hoy la crisis les aprieta por todos los frentes.


El hambre en el mundo es producto de un modelo económico cimentado en la explotación y la concentración de riqueza. La desnutrición es fruto de un sistema excluyente que impone el monocultivo comercial y el sometimiento al poder de unas cuantas corporaciones gigantes.” (Raíces neoliberales de los cultivos transgénicos; La Jornada, 3/03/10)


Ahora bien, parafraseando a Marx, la contradicción entre “la ciencia en sí” y “la ciencia inserta en las relaciones capitalistas”, puede superarse a condición de que los hombres se eleven por encima de su circunstancia (de su enajenación) mediante el ejercicio del pensamiento crítico, reflexivo, empleando los instrumentos de la razón dialéctica. Un primer paso en esa dirección consiste en advertir que, si bien la ciencia se encuentra condicionada por las determinaciones económicas del capital, tiene, sin embargo, una autonomía relativa regida por su propia lógica interna, que la empuja a buscar la verdad objetiva, la razón profunda de las cosas. Y es a esta última, a la que hay que acudir para superar la contradicción.


Hay que reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

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